*Apunte sobre la anterior entrada: Algunos se han molestado (¿Porqué
se darán por aludidos?) Otros me han amenazado diciendo que me atenga a las
consecuencias (¿¿¿cómo??? Me interjeciono
entera)… pero lo que realmente me ha impresionado, ha sido que me preguntaran
si me refería a David Saavedra. Incluso me ha ofendido la pregunta. Primero
porque la anterior entrada no se refiere a nadie en concreto, sino a un
prototipo humanoide; y segundo, porque David Saavedra es un semidios. Quede
clarísimo, por favor. Y conste que nunca respondo a los comentarios ni aclaro
nada, pero cuando la ocasión lo requiere…
Dicho esto, hoy he reunido fuerzas y ánimos para escribir
sobre Hannah Arendt, una filósofa feminista que no se consideró ni filósofa ni
feminista, pero, a la luz de la perspectiva temporal, no queda otro remedio que
catalogarla como tal.

Si en las clases de filosofía se explicaran los idilios
entre filósofos, sus amoríos, sus celos, sus rabietas y sus fobias, las teorías
se entenderían mucho mejor.
Escuché hablar de Arendt en la facultad, a una lesbiana
regordeta de mi clase. Discutía sobre el concepto de democracia y se ponía
colorada mientras alzaba la voz. Obviamente no me pareció nada atrayente.
Secretamente, yo me sentía atraída por los chicos más inteligentes de mi clase,
como P.P.V. o A. F. Poco podía yo imaginar que Hannah Arendt llevó a extremo mi
mismo síndrome de atracción-ensalzamiento sexual de hombres intelectualmente
fuertes, superdotados y recios.

Ella provenía de una familia judía, (del mismo pueblo que
Kant) y fue educada en un
ambiente de respeto máximo hacia la cultura, llena de cariño y amor. Por consejo
de su amiga
Anne Mendelsshon -también judía y también brillante- estudió
filosofía en
Marburg, donde pronto la empezaron a llamar “
La Chica Verde”,
porque solía vestir un favorecedor vestido de ese color. (Abro aquí un paréntesis para recordar que mi abuela Guadalupe decía "la que con verde se atreve, por guapa se tiene". Me encanta). Hannah, no era ese tipo
de filósofas dejadas, como la chica regordeta y sin cuello de mi clase; al
contrario, era muy consciente del poder del atractivo femenino. En su ensayo sobre
Rahel Varnhagen (una intelectual alemana del XIX, que le hizo cuestionarse las relaciones amorosas) escribiría “La belleza otorga
a la mujer una perspectiva desde la que puede juzgar y escoger (…) Ni la
inteligencia ni la experiencia pueden igualar esa perspectiva natural”.
Muy
consciente de su identidad como mujer, estos juicios entonces no se
consideraban muy feministas (Me temo que aun hoy, muy pocas los entendemos así).

Hannah, con su vestido verde, su carisma femenino, su porte
filosófico y su seguridad intelectual, se dejó anular sentimentalmente, en el
momento en el que alguien desde una posición de superioridad (17 años biológicos
y unos cuantos de estudio les separaban) se cruzó fatídicamente en su camino.
Se trataba de uno de sus profesores, un
pre-existencialista, si se me permite
la expresión, contundente en su discurso y terriblemente atractivo en su
atuendo, algo que no pasó desapercibido a la joven Hannah, muy atenta a los
detalles estéticos.

Cayó rendida a una relación de poder y subordinación por
parte de su profesor, casado y con dos hijos. Él le haría creer que sus
pensamientos, escritos y elucubraciones, nunca serían tan elevados como los
pensamientos, escritos y elucubraciones de él. Le escribiría apasionadas cartas
de amor cuando quisiera tenerla y prescindiría de ella según sus apetencias.
Sorprendentemente, ella acató enamorada y sumisa. Él era el profesor endiosado
de fulgurante carrera; ella la chica de futuro incierto y sobresalientes capacidades
para la discusión política. Él hacía respetar su autoproclamada integridad,
ella debía obedecerlo y rendirle pleitesía como filósofo. Él, vestido siempre
de color marrón, participaba en el Tercer Reich y alertaba de la “judaización”
de las universidades alemanas; ella, bella adoratriz de origen semita, lo amaba
sin queja ni exigencia; él era el profesor más célebre de la universidad:
Martin Heidegger; ella la estudiante mejor abastecida neuronalmente y una de los pensadores más notables del siglo XX.
Mientras él menospreciaba e ignoraba las tesis de Hannah,
ella, adorándolo y teniendo que vertebrar su pensamiento en torno al de su amado,
fue gestando teorías políticas audaces y acertadas, fue creciendo
filosóficamente sin el abrigo de su amante maestro.

Toda su vida viviría esclava de Heidegger. Aunque se libró
de él durante un tiempo (en realidad él la sustituyó por otro recambio femenino en
forma de amante) siempre vivió queriéndolo. Pero las circunstancias de uno y
otra eran muy diferentes. Mientras ella se involucraba más en las teorías
políticas y en la militancia judía, tuvo que huir a Praga. Allí se casó con un
hombre sin amarlo, aunque al poco se separaron amistosamente, comprendiendo que
aquello no tenía mucho sentido.

Tres años después, en 1940 se casa por segunda
vez, en esta ocasión lo hace enamorada de su marido,
Heinrich Blücher. Sin
embargo, a los pocos meses tuvieron que confinarse en campos de internamiento
franceses. Según cuenta
Elisabeth Young Bruehl , Arendt “
insistió a sus compañeras de barracón para que
conservaran el mejor aspecto posible, ya que si incorporaban la fealdad del
entorno, su moral se hundiría”. Estos consejos tan de “
Una rubia muy legal”
para mí constituyen una radiografía clarísima del pensamiento moral femenino,
desgraciadamente no muy integrado aun en el feminismo.
Después de penurias varias, se reunió con su marido y cuando
las cosas se pusieron feas en Francia (el antisemitismo era por entonces una
corriente europea imparable) emigraron a Nueva York, donde se instalaron y se
espabilaron. Tuvieron que trabajar en una granja, y por supuesto aprender
inglés. Como a tanta gente le ocurre hoy, cuando tenían edad, no tenían dinero
para tener hijos. Cuando su situación era desahogada, ya fue tarde.

Heidegger, que seguía casado con su mujer de siempre, volvió
a escena, a la vida de Hannah. Terminada la guerra, él necesitaba lavar su
imagen, y para su reputación, nada como dejarse ver con la judía e inteligente
Arendt que comenzaba a despuntar como un personaje relevante más allá de la intelectualidad.
De hecho empezaba por aquellos entonces a ser conocida en ámbitos más sociales. Él la travistió por
completo, y ella adoptó el color marrón en sus prendas, y en su corazón
dominado aun por su ex profesor.

Fue la primera mujer catedrática de la universidad de
Princeton (impartiendo seminarios de
Christian Gauss), aunque estuvo a punto de
rechazar el trabajo cuando empezó a oírse que le ofrecían la plaza precisamente
por su condición femenina. Finalmente aceptó, alegando que no le preocupaba en absoluto ser
mujer catedrático. Dijo “porque estoy bastante acostumbrada ya a ser mujer”.

Los entresijos filosófico carnales de Hannah se desgranan en
miles de cigarros que fuma a todas horas y cientos de cartas con Heidegger, con
Jaspers, la mujer de éste, su propio marido Heinrich Blücher y
Mary McCarthy la
dama negra de la intelectualidad neoyorquina, de la que hablaré algún día con
calma, porque lo merece todo el rato. Con McCarthy mantiene una relación sáfica-intelectual muy interesante, y
es una especie de alma gemela que dio a conocer y ordenó toda la correspondencia
de Arendt una vez muerta. Precisamente, en una de estas cartas a su marido, la
filósofa parece caerse -un poco nada más- del guindo con su adoración a Heidegger. Le dice “
Desde
siempre he estado prácticamente mintiéndole sobre mí misma, fingiendo que no
había escrito ningún libro, que mi nombre público no existía, y que no podía,
digamos, contar hasta tres sin implicar en ello una interpretación de su obra”(*1).
En 1958 aparece La condición humana, su obra filosófica más conocida y también la más
relevante. Su visión de politóloga avezada –esa que defendía la bollera
colorada de mi clase- describe y ensalza con maestría la libertad como
equivalencia natural de la política. Dice
“Con la creación del
hombre, el principio del comienzo entró en el propio mundo, que, claro está, no
es más que otra forma de decir que el principio de la libertad se creó al
crearse al hombre, no antes. … El hecho de que el hombre sea capaz de acción
significa que cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo
que es infinitamente improbable.”
Terminó sus días siendo una
auténtica y reconocida eminencia, rulando por Universidades de todo el mundo y dedicada a su
teoría política. Su marido murió de un paro cardíaco, ella rechazó la propuesta
de matrimonio de un pretendiente, y probablemente nunca reconoció que
Heidegger, el genio, el maestro, minó su vida sexual y sentimental.

Hannah nunca se consideró
feminista, pero continuó defendiendo posturas impopulares en política, luchando
contra totalitarismos y plantando cara a todo y a todos… Menos a Martin
Heidegger. En 1975 fue a visitarlo por última vez. Se vieron, hablaron, fumaron, ella le
volvió a mostrar su admiración y él hizo que no la apreciaba. Así terminó su
historia, porque al poco Hanahh Arendt murió repentinamente.
Recuerdo desear desconsolada y pasionalmente a P.P.V. cuando le oía debatir sobre universos inalcanzables, o cuando de juerga por Alonso Martínez no me atreví a abordarlo. Por suerte lo hice bien, y una vez segura de mis capacidades intelectuales (muy por debajo de las suyas en cualquier caso), el destino me ofreció en bandeja un encuentro casi carnal con él. Fue algo muy sexual, fantástico, y con un punto político-intelectual embriagador.
Queridas muchachas, cultiven la belleza, y harán del mundo algo bello.
Lo dice Diana Aller
*1: Ettinger “Arendt and Heidegger” pag 116